En una feria de “La Vivienda”,
hubo una persona que regalaba árboles. Yo participé de esa feria, y me
preguntaba por qué muchas personas iban con esas funditas negras entre manos. La
cosa es que me hice con uno de ellos. Ignoro la especie a la que pertenezca,
pero a caballo regalado no se le mira el diente; así que lo sembré en el jardín
de la casa en la que vivo.
Es un árbol extraño. Al parecer
cada seis meses, crece un tercio de su tamaño, pero al final de ese ciclo,
pierde todas sus ramas, cayendo estas al suelo. La primera vez pensé que estaba
muerto, pero recibí con agrado la sorpresa de que dentro de un tiempo, las
ramitas de la parte superior volvían a crecer, más grandes, gruesas y fuertes.
Ahora, tres años después, siento
a ese árbol como muy mío. Al igual que yo, tiene ciclos de vida y de aparente
muerte. Está plantado en suelo poco profundo, y aun así, crece hacia el sol. En
parte es verde, en parte café, a veces domina el paisaje, a veces se confunde
en él. Goza del viento y el sol, en igual medida que de la lluvia. Se adapta,
crece, se mimetiza y cada persona tiene una opinión diferente de él. Mi abuela
dice que es lindo, un vacile dijo alguna vez que le parecía simplón. La mayoría
de gente no lo nota en el “conjunto” llamado jardín, sin embargo ahí está. Tiene
pequeños signos de enfermedades y uno que otro parásito, que vive de él pero
que no lo logra matar.
Nadie lo cuida ni lo riega. No es
necesario podarlo, porque lo hace solito. Ni que decir de abonos. Vive solo y
se desenvuelve de esa manera. No es muy probable que tenga larga vida o que
llegue a tornarse exuberante en grandeza. Aquel jardín tiene pocos centímetros de
tierra y la última vez que hubo un árbol –que si tenía flores- fue podado
cuando sobrepasó los dos metros de altura. No recuerdo si por un jardinero o
alguien de la casa…
Crece sin injerencia de nadie sobre
sí. Nadie sabe hasta cuando.