¿Hasta dónde estamos programados por el romanticismo?
Es una justa pregunta. Desde pequeños nos metieron el software obligatorio, que ordena creer que hay alguien destinado para cada uno de nosotros. Al menos yo, de mis primeros recuerdos de la tierna infancia, tengo una imagen de aquella empleada doméstica... si, aquella... aquella de toda la vida... aquella que olía, tan a... ella; siempre viendo telenovelas, normalmente planchando ropa y suspirando por aquel hombre que habría de llegar a su vida a cumplir todos sus sueños de amor. Lo sé, la sola imagen es muy particular, pero para mi, representa mi primera referencia cronológica respecto del romanticismo como idea sometedora. Solo diré respecto de aquella noble alma, que acabó con tres hijos, abandonada por aquel infeliz que le robó todo.
Luego mis padres. Recuerdo las serenatas y los detalles en fechas específicas. Los rituales obligatorios respecto del 14 de febrero, día "Del Amor y la Amistad" o "San Valentín". Fecha extremadamente rentable para los comercios de chucherías, por cierto. Cuántos quebraderos de cabeza se causan las personas por comprar detallitos para sus seres queridos. Lo cuál me lleva a la adolescencia, en donde, regalar flores -normalmente rosas, de las caras- era algo obligatorio al final de la primera quincena de febrero. Cuánto dinero desperdiciado, y peor aún, cuánto tiempo gasté escribiendo poemas baratos a quinceañeras estúpidas que no me hacían caso y babeaban por algún patán mayor que las usaba como pañuelo desechable... pero ahí estaba yo, siempre detallista y galante.
Me es inevitable pensar en todo el tiempo que perdí, considerando la idea de que había alguien destinado para mi. Con cada nueva postulante al cargo, renacía en mi aquella infantil esperanza de hallar mi alma gemela; aquella que habría de venir a llenar el hueco que las fantasías desbocadas de un adolescente idiota, que gustaba tanto de prestarle su energía y tiempo vital a una idea que no era suya, sobre todo, si la frecuencia de "enamoramientos" se daba cada tres semanas.
Confieso que por un tiempo tuve a alguien especial. Si, todos a esa edad cúspide de la idiotez humana -los 18 años- creemos que lo tenemos todo en la vida, si andamos emparejados con alguna tontita de tetitas retozantes y culito apretado. Al rememorarlo el día de hoy, me causa tanta gracia aquella sensación de caminar sobre nubes de algodón de azúcar si ella estaba conmigo. Todo eran arcoíris y hadas de cristal, si ella brindaba sus afectos. Pero tuvo fin, por suerte, sin consecuencias a largo plazo; entiéndase hijos.
A mis treinti... pico años, puedo decir que he superado el romanticismo. Rebuscando como ratón de biblioteca, puedo rastrear los orígenes del mismo hasta la edad media. Debo admitir que los trovadores albigenses hicieron mella en mi cuando me enteré de sus andadas. Supongo fui uno de aquellos, que fueron quemados en las hogueras de la inquisición, que vino a este tiempo a continuar con el eterno retorno de lo mismo. ¡Malditos ciclos!
Aun escribo -lo cual es obvio- pero ya no con afán de gustar. En el fondo, el romanticismo no es más que afán de gustar, lo cual, debería ser exactamente lo contrario: ser gustado sin presionar. Nada que venga de alguna otra persona debe determinarlo a uno.
Los poemas vienen de vez en cuando, pero ya no tienen destinatario, o como les encantaría oír a las femimarxistas del lenguaje... destinataria. Los textos y prosas de vez en cuando me afloran en la red de redes, pero de ahí no pasan. Descreo de todo dogma de las almas gemelas y ya no creo en romances de telenovela tal cual sirvienta.
Ya no ardo en las llamas de pasiones imaginarias. Nunca volveré a dejar que alguien me queme en fuegos que yo mismo no haya iniciado.
